José Manuel Lescano Ramallo
Se abría paso la mañana y todavía no podía conciliar el sueño. El olor a tierra mojada invadía su cabeza desde la noche anterior: un llanto de cría y un ave volando con una víbora entre sus garras dieron a entender su preocupación, algo ocurriría, no sabía qué, pero era un mal augurio.
Se encaminó entonces hacia donde sabía que encontraría un poco de paz, la huerta. Melodías que le brotaban sin dolor fue cantando hasta allí, cerca de la costa. Estaba solo todavía. Su madre y hermanos no llegarían hasta dentro de un tiempo, así que aprovechó para recordar unas tonadas que hacía mucho tiempo que no repasaba, mientras cosechaba.
Cierto temblor recorrió sus piernas. El día estaba nublándose, y mientras se acercaba a la costa, sobre la línea del horizonte, se asomaba una gruesa línea horizontal, que cada vez era más grande. La línea se transformó en varias figuras redondas, y las figuras redondas, en enormes bestias de madera, que en su lomo posaban cientos de personas.
El mismo sentimiento que la noche anterior lo había desvelado, ahora lo petrificaba del miedo. La civilización se estaba presentando ante sus ojos, y aunque él no lo supiera, no había otra opción.
La civilización atravesó su pecho, y las melodías de Noctámbu no se volvieron a oír más en el aire.
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